CONOCER EL PASADO, ES LA ÚNICA FORMA DE ENTENDER EL PRESENTE Y DE INTUIR EL FUTURO
El 26 de abril de 1986 tuvo lugar una catástrofe sin precedente en la historia de la industrialización: el reactor nº 4 de la central nuclear de Chernóbil, en Ucrania, sufría un grave accidente con fusión del núcleo que provocó la liberación de toneladas de material altamente radiactivo a la atmósfera.
Aquel día, durante una prueba en la que se simulaba un corte de suministro eléctrico, un aumento súbito de potencia en el reactor 4 de la Central Nuclear de Chernóbil, produjo el sobrecalentamiento del núcleo del reactor nuclear, lo que terminó provocando la explosión del hidrógeno acumulado en su interior.
La cantidad de material radiactivo liberado, que se estimó fue unas 500 veces mayor que la liberada por la bomba atómica arrojada en Hiroshima en 1945, causó directamente la muerte de 31 personas, forzó al gobierno de la Unión Soviética a la evacuación de unas 135.000 personas y provocó una alarma internacional al detectarse radiactividad en diversos países de Europa septentrional y central.
Los elementos radiactivos expulsados a la atmósfera (entre otros: iodo 131, cesio 137 y 134, estroncio 90 y plutonio 239) crearon masas de aire contaminado: la nube radiactiva. Esta, arrastrada por el viento, no sólo afectó a la zona próxima a la central sino que viajó miles de kilómetros contaminando grandes áreas de Bielorrusia, Ucrania, Rusia, amplias zonas de Asia y la mayor parte de Europa. La nube radiactiva alcanzó incluso a España, especialmente Cataluña y Baleares.
Una parte importante de las emisiones de radiactividad (un 25%) se produjo en las 24 horas que siguieron a la explosión que tuvo lugar en el reactor; el resto fue emitido en el transcurso de los nueve días siguientes que duró el intenso incendio que se declaró. En la extinción del fuego y otras tareas de urgencia en los días inmediatos al accidente, intervinieron cerca de 800.000 personas (los llamados «liquidadores»). Estos, trabajaron apenas sin protección y sin que se controlara las elevadas dosis de radiación que recibían. Como confirman los datos proporcionados por los Gobiernos bielorruso, ucranio y ruso, el accidente de Chernóbil está ya cobrándose decenas de miles de víctimas entre los liquidadores.
Según datos oficiales, más de 400.000 personas se vieron forzadas a dejar sus hogares. Otros muchos centenares de miles no han sido evacuados por falta de presupuesto. En general, la evacuación se realizó de forma ineficaz y con gran retraso. Así, la totalidad de la población en una franja de 30 km. alrededor de la central (la Zona de Exclusión) no fue evacuada por completo hasta el 21 de mayo de 1986.
El peligro no ha pasado. Más de 100 toneladas de combustible nuclear y más de 400 kilos de plutonio (material altamente radiactivo) continúan en el interior de las ruinas del reactor accidentado. Para confinarlo y evitar la liberación de más radiactividad se tuvo que realizar una construcción de acero y hormigón de 50 metros de altura: el sarcófago. Construido apresuradamente, en condiciones muy difíciles, el sarcófago sufre de una gran debilidad estructural y está ya en condiciones lamentables. Deja escapar radiactividad de forma continuada por más de 200 m2 de grietas, pero este problema es insignificante si lo comparamos con la radiactividad que se liberaría si algunas secciones del sarcófago se derrumbaran.
El ADN de las células germinales que transmiten la información genética fue dañado por la radiactividad, algo que no ocurrió ni en Hiroshima ni en Nagasaki, según un estudio dirigido por Yuri Dubrova, del Instituto Vavilov de Genética General con sede en Moscú, publicado en la revista Nature coincidiendo con el décimo aniversario de la catástrofe.
Las secuelas de Chernóbil perdurarán durante varias generaciones. Según la OMS (Organización Mundial de la Salud) en 1995 el cáncer de tiroides en Bielorrusia era 285 veces más frecuente que antes de la catástrofe, y las enfermedades de todo tipo en Ucrania eran un 30% superiores a lo normal, debido al debilitamiento del sistema inmunológico causado por las radiaciones. En la región de Gomel, en Bielorrusia, los cánceres de tiroides entre la población infantil se han multiplicado por cien, y el númerode casos no para de aumentar. Las leucemias, cuyo periodo de latencia es más largo, empiezan a aparecer, sobre todo entre los liquidadores; la tuberculosis es una de las enfermedades que más ha crecido entre las personas afectadas.
Los niños están entre los más afectados, y son muchos los que padecen cánceres de tiroides, hígado y recto. Las malformaciones entre los recién nacidos se han duplicado en los últimos años. Según Dillwyn Williams, profesor de histopatología en la Universidad de Cambrigde y uno de los mayores expertos mundiales en cáncer de tiroides, el 40% de los niños expuestos a altos niveles de radiación cuando tenían menos de un año desarrollarán cáncer de tiroides. Miles de personas contraerán cánceres a consecuencia del accidente de Chernóbil en los próximos 30 años. Williams es presidente de la European Thyroid Association. En una conferencia de la OMS sobre las consecuencias sanitarias de Chernóbil en Ginebra, Williams señaló acerca de la incidencia del cáncer de tiroides en Bielorrusia y Ucrania que «he hecho algunas sumas y la respuesta me aterroriza».
La mayor incidencia de los casos de tiroides en Gomel están concentrados en una zona situada a más de 200 kilómetros de Chernóbil, lo que significa que los planes de emergencia en caso de accidente nuclear deben ser rediseñados.
NOTA
Somos conscientes de la visión de estas fotografías pueden herir profundamente la sensibilidad de muchas personas, esa es tambien nuestra esperanza.
Quieren olvidar y ocultar que niños como estos existen, es la forma más segura de conseguir que haya muchos más como ellos en el futuro……..No es nuestra intención recrearnos en la miseria y en el dolor. Nuestro objetivo es conseguir que esto no vuelva a repetirse.
Si tu conciencia se sacude al contemplar estas imágenes, es que sigue habiendo un motivo para continuar nuestro trabajo.
REFLEXIONES – VICTIMAS INOCENTES
Las villas abandonadas de la zona de exclusión son muy interesantes de ver, porque allí se encuentran haciendas, pequeñas granjas y mucha vegetación. Hay que ser muy cuidadoso al visitar estas áreas, puesto que la vegetación contiene mucha más radioactividad que los lugares de concreto.
Los efectos a largo plazo aún no han podido ser cuantificados. Lo cierto es que años después del accidente los casos de leucemia se multiplicaron, nacieron niños con malformaciones, se agravaron las enfermedades respiratorias.
Como no, después de los desastres y las tragedias siempre quedan las consecuencias. En este caso, los mayores afectados han sido los niños… de Chernóbil, de toda Ucrania y también de Bielorusia, el país mas contaminado.
Hoy, los orfanatos de esa zona, son los más tristes del mundo, ya que hay un montón de niños con malformaciones, enfermedades como leucemia o cáncer. Nadie se acuerda de ellos. Quizás, puede ser porque la mayoría de nosotros no sabemos bien lo que pasó, o nunca hemos oído hablar de ellos.
Estos niños en la escuela del pueblo, son algunos de los 24.000 niños residentes de las zonas altamente contaminadas que reciben de la Cruz Roja tabletas de multivitaminas que contienen vitamina C, D y B con hierro, ácido fólico y yodo estable para reforzar su sistema inmunitario.
Se puede observar como este niño no tiene pelo. Tiene cáncer y puede que alguna malformación.
BIELORRUSIA APRENDE A VIVIR CON CHERNÓBIL
Los países vecinos de Ucrania, donde ocurrió el accidente nuclear, sufren las dramáticas secuelas.
Cuando se acercaba a Moscú una nube radiactiva tras la avería en la central nuclear de Chernóbil, se la trató con aerosoles. Las lluvias cayeron en las provincias de Tula y de Gómel. Si seguimos la “pista radiactiva”, veremos que entonces, en 1986, las lluvias no llegaron hasta Moscú.
Los territorios evacuados representan hoy día una región muy grande llamada «la zona despoblada». En total han sido despobladas 415 poblaciones en Bielorrusia (273 en la región de Gómel, 140 en la de Moguiliov y 2 en la de Brest)
REGION DE GOMEL
Bielorrusia es el país más afectado por la catástrofe nuclear de Chernóbil, ocurrida en la vecina Ucrania hace 27 años: 2,5 millones de personas vivían en la zona contaminada por la nube radiactiva (el 23% de la superficie bielorrusa). A modo de una piel de leopardo, el cesio, el estroncio y, en menor medida, el plutonio forman manchas sobre el territorio, especialmente en las regiones de Gómel y Magiliov. Ante una tragedia desbordante, el régimen del presidente Alexandr Lukashenko ha optado por «aprender a vivir con Chernóbil [la central está a 16 kilómetros de la frontera bielorrusa]», pero su actitud no es como la de un enfermo de diabetes que integra el tratamiento en la cotidianidad, sino la del enfermo que ignora su mal y se jacta de estar cada día más sano.
GOMEL, al sureste de Bielorrusia, entre las fronteras rusa y ucraniana, es una de las ciudades más importantes del país y la más contaminada por la radioactividad tras la catástrofe de Chernóbil. Tanto la capital, como todo el oblast o región, sufrieron las peores consecuencias, muchos pueblos quedaron completamente abandonados y los campos, bosques y ríos contaminados durante cientos de años. Todo cambió en Gomel el 26 de abril de 1986.
En Gómel fueron evacuados 327 pueblos (40 de ellos enterrados tras el accidente), pero en sus librerías no pude encontrar un libro científico o divulgativo sobre Chernóbil. Ni siquiera novelas. En Minsk, el presidente del Comité de Chernóbil, Vladímir Tsalkó, constata que «el 80% de los niños están enfermos en uno u otro grado», pero afirma que el sistema estatal «permite controlar la radiactividad de los alimentos». Los productos contaminados no se aceptan en el comercio, pero los campesinos pueden alimentar el ganado con ellos. «El cesio se elimina. El estroncio se queda en los huesos, pero los huesos se tiran».
Lukashenko ha dicho que el mundo está obligado a ayudar a Bielorrusia, pero también que su país «resuelve este problema solo». En 2005 quiso limitar los viajes de los niños afectados a Occidente para evitar que desarrollaran una mentalidad «consumista». «Le entendieron mal», dice Tsalkó y afirma que 50.000 niños salen anualmente al extranjero.
Parte de la zona de exclusión de 30 kilómetros alrededor de la central nuclear está en Bielorrusia. Instalarse allí está prohibido, pero cualquiera puede irse a vivir a otros territorios contaminados. Basta con hacerse un examen médico y firmar un papel «comprometiéndose a no hacer ninguna reclamación al Estado, si enferma», afirma Tsalkó. A este liberalismo, extraño en un régimen autoritario, se le contrapone la visión menos tranquilizadora de especialistas marginados, como Yuri Bandazhevski, estudioso de las dosis de baja intensidad, quien pasó cuatro años en la cárcel, por supuesto soborno, tras criticar la gestión financiera del régimen.
Otro científico sin apoyo oficial es Vasili Nesterenko, director de Belrad, centro independiente de control de la radiación en Minsk. Tenía una red nacional con laboratorios móviles y controles de alimentos a domicilio, pero tuvo que restringir su actividad después de que el Estado dejara de financiarle. Nesterenko dice que la red de control de alimentos ha sido prácticamente destruida y que se ha detectado estroncio 90 en el maíz, la leche y las hortalizas de decenas de pueblos. Sostiene que el deterioro de la salud de la población 27 años después del accidente se debe al consumo de alimentos contaminados y acusa a Sanidad de rebajar la magnitud de la radiación.
«La gente que vive con la radiación no debe pensar cada día en ella», afirma Eleonora Kapitónova, directora del Centro de Medicina Radiactiva de Gómel. La funcionaria admite que a la lista de enfermedades atribuibles a la radiación hay que incorporar diversos tipos de cáncer y enfermedades cardiovasculares. «Estar en la lista» da derecho a prestaciones materiales como víctima de Chernóbil. El Estado, sin embargo, prefiere «reducir» la extensión de los territorios contaminados y así ahorrar medios.
En Zabolotie viven Natalia, Oleg Kozlov y sus tres hijos. Vinieron de Kazajstán, que para ellos era un sitio «peor» que el entorno de Chernóbil. Oleg hace chapuzas cerca de Minsk. Natalia, de 36 años, tiene aún un pasaporte soviético, lo que le impide recibir el subsidio para sus hijos. Oleg, por su parte, hace como si no tuviera el cáncer de pulmón que le han diagnosticado. La hacienda donde Natalia era ordeñadora, fue liquidada, con ayuda de los campesinos de más edad que sólo querían jubilarse, porque las pensiones son los únicos ingresos estables en estas zonas, donde no hay trabajo y, si lo hay, es con sueldos de miseria.
Marina Chernega abandonó Minsk por la contaminada Prómyshi, donde le ofrecieron una casa. Hace de bibliotecaria y asistenta social y cobra unos 300.000 rublos bielorrusos (120 euros), tiene un marido en paro y un hijo de nueve años que ahora es una víctima más de la radiación. Los beneficios sociales de los que gozaba su hijo, tales como la comida gratis en la escuela, fueron suprimidos.
«Si la gente se ve obligada a vivir en zonas contaminadas, hay que enseñarle a tratar los alimentos y a practicar una nueva cultura de vida. Es absurdo producir cereales contaminados para fabricar vodka», afirma Nesterenko. Vladímir Aheyets, director del instituto de radiología de Gómel, ha anunciado la restauración de una vieja fábrica de alcohol en Strelizhevo «con ayuda del Organismo Internacional para la Energía Atómica».
En Bielorrusia se evacuaron 137.000 personas, pero hay quien se resiste a marcharse. En Bartolomeyevka, tres familias viven sin tiendas y sin electricidad. Alexandr Muzichenko, de 40 años, tractorista en paro, enchufa su transistor de pilas a un altavoz en la calle, mientras su padre y los vecinos duermen la borrachera. «Otros se marcharon y ya están criando malvas, y yo, que me quedé, estoy sana, aunque sorda», dice Yelena Muzichenko, de 75 años, madre de Alexandr.
La familia come los productos de su huerto y los vende en el mercado. Más de una vez han tenido que tirar la leche tras un control de radiación. Las pensiones de Yelena y su marido (280.000 rublos bielorrusos, 112 euros) mantienen a Alexandr.
LA RED DE ONG EN TORNO A CHERNÓBIL SUFRE LAS RESTRICCIONES QUE LUKASHENKO HA IMPUESTO A LA SOCIEDAD CIVIL. VALENTINA SMOLNIKA, UNA MÉDICA QUE PRESIDE LA FUNDACIÓN NIÑOS DE CHERNÓBIL EN BUDA-KOSHELOVA, SE QUEJA DE NO PODER SACAR DE LA ADUANA LA AYUDA HUMANITARIA.
PRIPIAT, CIUDAD FANTASMA
¡Grrr, grrr, grrr…! El desagradable sonido del dosímetro que mide la radiación a nuestro alrededor no deja de gemir. Ese lamento es lo único que se escucha en la antigua avenida Lenin de Prípiat, la llamada ciudad fantasma, la zona cero del accidente de la central nuclear de Chernóbil. Si el medidor no pasa de 40 microrroentgen a la hora, estamos seguros. Si supera los 120, entramos en el umbral del peligro y hay que irse inmediatamente. ¡Grrr, grrr, grrr! Al acercarnos al parque de atracciones de la ciudad, a su famosa noria abandonada, el contador se acelera. Según nuestro guía, un experto de la agencia estatal que controla la llamada zona de exclusión, es el lugar más infectado de Prípiat.
Prípiat nunca volverá a ser habitada. Esta ciudad de 50.000 habitantes fue evacuada a las 36 horas del accidente más grave que ha sufrido una central nuclear y se quedó desde entonces ensimismada y vacía para siempre. Muerta en plena adolescencia. Porque Prípiat había sido levantada en 1970 para acoger a los trabajadores de la central y sus familias y fue abandonada en 1986, 16 años después. Pasó de ser el orgullo del desarrollismo soviético, el ejemplo de la felicidad en el paraíso proletario, una ciudad con una media de 26 años por habitante y con casi mil nacimientos anuales, a convertirse en un escenario pos apocalíptico. Enormes bloques de apartamentos grises miran al visitante solitario a través de sus ventanas vacías, como si centenares de ojos te vigilaran. Los árboles de las aceras han crecido a su antojo, algunos metiéndose dentro de las tiendas y oficinas a pie de calle, otros entrelazándose entre sí, como si se abrazaran. La ciudad ha sido invadida por todo tipo de animales que pastan libremente en sus parques. Prípiat es ahora un mundo azulado y macilento que permanecerá para siempre en el invierno nuclear. Un mundo de ceniza y polvo radiactivo.
LOS POLICÍAS REGRESABAN DEL LUGAR DEL ACCIDENTE CON LAS PIERNAS DESPELLEJADAS HASTA LAS RODILLAS
“Recuerdo que mandé en moto a algunos policías hasta el lugar del accidente. Cuando volvieron, tenían despellejadas las piernas hasta la altura de las rodillas. ¿Por qué? Porque el vapor atómico lanzado al aire por la explosión era muy pesado y se depositó cerca del suelo. La central parecía estar rodeada de una niebla baja. Dos mujeres policías de mi departamento murieron a las pocas horas por la radiación recibida”, cuenta el coronel jubilado Aleksej Timoteevich. Este hombre corpulento, de 55 años, que era entonces teniente de policía, organizó el primer perímetro de seguridad alrededor de la central. Aleksej nos acompaña en nuestro recorrido por la que fue su ciudad y nos invita a entrar a su antiguo apartamento. En su rostro se dibuja la nostalgia. Se acuerda del papel pintado del salón, “a mi mujer le parecía horroroso y lo íbamos a cambiar”; de sus vecinos, “el de arriba era un héroe de la Unión Soviética condecorado por su lucha contra los nazis”; de los zapatitos de su hija Marina, que entonces tenía cuatro años, o de sus apuntes de cuando estudiaba en la Academia de Policía. Todo se quedó allí porque todo está contaminado,
todo es radiactivo. “Se nos dijo a la población a través de la radio y la televisión que estaríamos fuera solo tres días. La gente salía de casa con cuatro cosas. El carné de identidad, un poco de dinero, un poco de comida y de ropa. Muchas mascotas murieron, perros, gatos, pájaros, porque casi todas se quedaron atadas o enjauladas y los dueños nunca regresamos”.
LOS MÉDICOS MINTIERON
Vista desde arriba, desde la azotea de uno de sus edificios más altos, la ciudad tiene algo de esas míticas civilizaciones semi enterradas en las selvas de Centroamérica. Escondidas entre la maleza. Pero aquí no hay profecías, ni augurios, ni conjeturas que valgan. No hay ningún secreto que revelar. Nada que no esté ya contado o demostrado, salvo el número real de muertos. No hay cifras oficiales “porque los médicos tenían órdenes de Moscú de no vincular las muertes de gente de Chernóbil con la explosión y debían falsear los partes de fallecimiento escribiendo otras causas”, recuerda Evgeniv Dmetrievich, antiguo ingeniero de la central nuclear de Chernóbil. Evgeniv asegura que durante las semanas que estuvieron ingresados en Moscú no hubo ni un solo muerto entre sus compañeros que fuera adjudicado a la radiación. La Unión Soviética tardó varios días en anunciar al mundo que se había producido el accidente, y durante años, al menos hasta su desmoronamiento en 1990, trató de ocultar el verdadero alcance del desastre. En un mundo bipolar, una de las dos superpotencias no podía admitir la vergüenza de reconocer un fallo de esa magnitud. “Sí, es cierto”, admite Igor Kyrylchuk, activista de Greenpeace, “los médicos tenían prohibido escribir en sus diagnósticos cualquier vínculo con la radiación. Nosotros creemos que al menos 12 regiones de Ucrania siguen contaminadas y que se siguen detectando altísimas tasas de cáncer de estómago en adultos y de tiroides en niños…”.
Cada informe proporciona sus cifras, y en lo único en lo que están de acuerdo es en trabajar en base a estimaciones y no a datos fiables. El primer informe oficial de la ONU, realizado en el año 2000 por su Comité Científico sobre los Efectos de la Radiación Nuclear, encontró solo 30 muertos por el accidente: los policías, bomberos, operarios e ingenieros que fallecieron directamente por la explosión. El segundo informe ONU, hecho cinco años después por la Organización Mundial de la Salud y la Agencia Internacional de la Energía Atómica, situó la cifra de muertes en 4.000, todos fallecidos por cáncer, y estimó que otros 5.000 morirían años después. Es decir, las propias Naciones Unidas avalaron sendos informes con cinco años y 9.000 muertos de diferencia. Otros estudios, del Partido Verde alemán o de organizaciones ecologistas como Greenpeace o de la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, elevan las cifras a casi 100.000 muertos por cáncer repartidos por Ucrania, Rusia, Bielorrusia e incluso Polonia o Rumanía.
LOS ‘LIQUIDADORES’ TRABAJABAN CINCO MINUTOS AL DÍA. A CAMBIO, SE LIBRABAN DE DOS AÑOS DE SERVICIO EN AFGANISTÁN
Tampoco hay acuerdo en el número de trabajadores que participaron, de la manera voluntaria en la que se hacían las cosas en aquella Unión Soviética, en las tareas de sellado del reactor número cuatro. Se calcula que fueron más de medio millón y se les conoce como liquidadores. El Gobierno les dio las gracias y les entregó una medalla que representaba una gota de sangre atravesada por rayos alfa, beta y gamma. En la actual Ucrania son considerados héroes, los que con su sacrificio y esfuerzo salvaron al mundo del desastre nuclear. Vinieron de todos los confines de la URSS, y muchos de ellos apenas trabajaban unos días y eran repuestos por otros liquidadores. El nivel de radiación al que eran sometidos era tan alto que, por ejemplo, los que desescombraron el techo del reactor, casi todos soldados, trabajaban en turnos de cinco minutos. Subían corriendo, tiraban todos los cascotes, hierros, piezas metálicas, tubos, todo lo que encontraran, hacia el interior del reactor, y se largaban. Solo cinco minutos al día. Muchos lo hacían convencidos de la promesa de ahorrarse dos años de destino en la guerra de Afganistán. Cinco minutos por dos años. No parecía mal negocio. La mayor parte de los liquidadores del tejado falleció.
NOS MORIMOS POCO A POCO
“Los primeros días me acuerdo que todo el mundo vomitaba. Nadie entendía nada. Nadie nos decía nada. Luchábamos contra un enemigo invisible. Yo conducía una excavadora y tenía que enterrar restos contaminados a solo cien metros del reactor. A los cinco días me sacaron de allí y fui de los que más tiempo trabajó”. Yakov Asimov tiene ahora 76 años, pero se acuerda perfectamente de cuando su capataz en las obras del metro de Kiev le dijo que la nación les necesitaba y que iban a ser movilizados a Chernóbil. No se considera un héroe. Casi ningún liquidador lo piensa, aunque todos están orgullosos de lo que hicieron, y todos, como Yakov, quieren que les entierren con su medalla.
“Aquí mismo, en Slavutich, la ciudad donde nos realojaron a los evacuados de Prípiat, mueren al año entre 30 y 35 personas de las que participaron en la liquidación. Obviamente, todos estamos en ese grupo de riesgo”, confiesa Valentin Vasylevych, antiguo ingeniero jefe de producción técnica en Chernóbil. El Gobierno de Ucrania ha reconocido a dos millones y medio de personas el estatus de afectado por el accidente de Chernóbil, y según sus cifras, la primera oleada de liquidadores, los que trabajaron las primeras semanas del desastre, mueren lentamente. Son personas que ahora están entre 45 y 65 años. Valentín cuenta, sonriendo, que cuando acude a hacerse chequeos médicos rutinarios, los doctores le suelen mirar con curiosidad, “como si fuera el último mohicano”.
El parque de Atracciones de Pripiat, abandonado
Hay muchos historiadores que han relacionado el desastre de Chernóbil con el desmoronamiento de la Unión Soviética. La aparición en televisión de un atribulado Mijaíl Gorbachov fue la primera señal de lo que después se conocería como Glasnost, la apertura informativa. Las consecuencias económicas del accidente fueron terribles para las devastadas arcas soviéticas. Hubo que cerrar la zona, abandonar los campos, vaciar las fábricas, evacuar a 120.000 personas, cerrar la mayor central nuclear del país, construir nuevas viviendas para los habitantes de Prípiat, pagar indemnizaciones. “Sí, el accidente tuvo muchas consecuencias económicas, pero la mayor de todas fue la pérdida de confianza del pueblo con el Gobierno de la URSS. Con el Estado protector. Se nos había dicho que un accidente era impensable. La explosión provocó el mayor éxodo interno desde la II Guerra Mundial, y sin dar ninguna explicación”, recuerda Yuri Tatarchuk, portavoz de la agencia que controla la zona de exclusión.
Yuri es historiador y lleva 15 años trabajando en la zona de exclusión, lo cual, le decimos entre bromas, nos tranquiliza. Si él está bien significa que tenemos alguna posibilidad de salir indemnes de este paseo nuclear. Él es uno de los 4.000 obreros que trabajan, en turnos de 15 días seguidos, en esta área restringida. La mayor parte son operarios que están desmantelando la central nuclear, pero también hay científicos y especialistas que miden la radiación en todos los rincones en un radio de 30 kilómetros. La precipitación radiactiva no se distribuyó de manera uniforme. Los vientos y las lluvias movieron los isótopos de un lado a otro y muchos acabaron en los acuíferos, drenándose hasta el río Prípiat. Gran parte del combustible nuclear que se extrajo del reactor durante los primeros días fue enterrado en fosas improvisadas por toda la zona de exclusión. Se han encontrado e inventariado unos 400 pozos radiactivos que están siendo vaciados, pero todavía quedan por hallar otros 500 que siguen filtrando radiactividad al subsuelo.
LAS MÁSCARAS DE GAS (O MORROS DE CERDO)
Eso explica que, por ejemplo, en Prípiat, en la ciudad fantasma, pases en apenas dos metros de estar seguro a estar muerto. De medir una radiación soportable a que el dosímetro se vuelva loco. De estar a 12 microrroentgen, normal, a subir a 4.100, mortal. “Los que trabajamos aquí tenemos que seguir una serie de normas de seguridad como, por ejemplo, no comer setas locales, no pescar en el río ni cazar, no hacer deporte en el exterior y, sobre todo, no quedarnos en los lugares que sabemos que no son seguros”, cuenta Yuri mientras damos un paseo. Prípiat es una idea fantasmagórica de lo que queda tras un accidente nuclear o de cómo sería el mundo para los que sobrevivieran a una guerra atómica.
La ciudad entera está llena de iconografía soviética y de restos del viejo esplendor bolchevique, porque todo se quedó igual que estaba en 1986. Aquí vivían 50.000 personas, pero se puede ir andando a casi todos los sitios. Y en nuestro paseo vemos algunas cosas que no concuerdan. Como el reloj central de la plaza, sospechosamente parado a la 1.24, la hora de la explosión del reactor nuclear. No hubo onda expansiva, así que el mecanismo de los relojes no pudo pararse por efecto de la explosión. A Prípiat la muerte llegó lenta, de noche, por el aire, en forma de invisibles partículas radiactivas. Si el reloj se detuvo fue más tarde y por falta de mantenimiento, y luego alguien decidió poner sus agujas a esa hora. Porque queda bonito, o porque da más miedo. Las mismas preguntas le hago a Yuri y al coronel Aleksej sobre las famosas máscaras de gas de la escuela número tres. Las que todo el mundo fotografía y a las que se conoce como “morros de cerdo”. No dio tiempo a utilizarlas porque los críos fueron evacuados enseguida, así que quizá fueron colocadas por algún fotógrafo sin escrúpulos que buscaba una imagen icónica de Chernóbil. “Probablemente fueron ladrones que querían el cobre de los filtros de gas. Eran los tiempos de la guerra fría. Todas las escuelas tenían almacenes con máscaras”, me aclara el coronel.
LA MAYOR CONSECUENCIA DEL ACCIDENTE FUE LA PÉRDIDA DE CONFIANZA CON LA URSS.
El accidente de Chernóbil no fue técnicamente una explosión nuclear, sino una explosión del vapor acumulado dentro del núcleo por una sucesión de negligencias y fallos de diseño. Cuando el reactor reventó, quedó expuesto al aire y de su interior escapó, se calcula, el 3,5% del material radiactivo. Es decir, que todavía queda dentro casi el 95% del combustible nuclear, lo que da una idea de la magnitud del desastre producido y del desastre evitado. Los isótopos de yodo 131, los que se alojan en la glándula tiroides, el que provocó tantos cánceres, comenzaron a evaporarse a los ocho días del accidente. Dentro de unos cinco años se disiparán los de estroncio 90 y cesio 137, tremendamente contaminantes y que están por todo Prípiat. Pero el plutonio 239, la principal amenaza que escapó del reactor número cuatro, ese no se irá hasta dentro de 24.000 años. ¡Imagínense dónde estaba la humanidad hace todo ese tiempo!
¿QUÉ HAY EN EL REACTOR?
“En Chernóbil todo es radiactivo. Todos los equipos, todos los edificios, todas las máquinas, todo lo que tienes a tu alrededor, todo, está contaminado Y no solo hablo de radiación superficial, estoy hablando de la radiación permanente provocada por el accidente”. Valery Seyda es el director general adjunto de la central atómica de Chernóbil y el hombre encargado de desmantelarla. Nos recibe en la gigantesca sala de turbinas del reactor número dos. La central está parada desde el año 2000. Pero eso, en terminología nuclear, significa que hay que mantener la refrigeración de los reactores, extraer su combustible, almacenarlo de manera segura, proceder a descontaminar y, después, a desmontar. El apagón completo será en 2022, la radiación que impregna todos los rincones no bajará hasta 2045 y su desmantelamiento completo se ha fijado, más o menos, en 2065. Dentro de 50 años. “Sí, yo entonces tendré 100 años”, ríe el subdirector de Chernóbil. Valery defiende la industria nuclear porque, insiste, es mucho más segura que otras. Le hago notar que estamos a 100 metros del reactor que explotó y que a punto estuvo de devastar media Europa, y dice que tengo razón y que sabe que su opinión es difícil de entender, pero que solo hay accidentes nucleares cada 30 años y que además, después, siempre se aplican nuevos protocolos de seguridad.
La gran pregunta es saber qué hay dentro del núcleo que explotó. Qué queda allí. Qué es tan peligroso que ha habido que enterrarlo y sellarlo porque es ingobernable. Valery cuenta que, después de la explosión, el combustible del reactor se fundió con el metal, el cromo, el cableado, el cemento, el boro, todo lo que allí había y todo lo que se echó encima para taparlo, creando un magma que sigue activo: “Es un nuevo material, es algo nuevo, desde el momento en que se fundió se convirtió en algo diferente. Mutó…”.
La sala de control de la central, requiere, todavía hoy de atenciones
A esa masa incandescente, ese corium como le llaman algunos científicos, ese elemento nuevo que sigue ahí dentro del reactor, latente, le llaman la materia de los seis extremos: extremadamente potente, extremadamente caliente, extremadamente densa, extremadamente corrosiva, extremadamente tóxica y extremadamente radiactiva. Valery reconoce que, aunque llevan 26 años estudiándolo, midiendo su temperatura, la humedad, la densidad, su concentración de gases, el nivel de rayos gamma y beta, no tienen ni idea de cómo evolucionará. Es como un monstruo incubándose dentro de un enorme sarcófago de cemento construido a marchas forzadas por todos aquellos liquidadores. El sellado del ataúd de hormigón se está resquebrajando, así que se está construyendo uno nuevo, mucho más grande, y que pretende enterrar el magma nuclear durante otros 100 años. “Realmente estamos postergando la decisión de qué se hace con el reactor número cuatro, aplazando la solución hasta que se desarrolle un nueva técnica, una nueva fórmula para tratar ese magma nuclear, algún tipo de contenedor, no sé, algo”. Y lo dice el director general adjunto de la central nuclear de Chernóbil, el hombre encargado de desmantelar la instalación, el responsable de que eso que sigue ahí dentro siga ahí dentro. Asusta…